Mijaín López nació para ser estrella. Un día, hace años, Herradura parió un hijo ilustre. Uno de esos que es querido, amado y respetado por todos.
El gigante de ébano fue tocado con el don de la imbatibilidad. Los dioses vieron en él al guerrero perfecto para custodiar la tierra.
Siempre, cada año, cada combate y competencia, constituyen (para el rival) un reto extremo, un imposible.
Tener delante a semejante gladiador es saber que no marcarás, es saber que una plata o un bronce será la presea dorada que ansías.
El turco (Kayaalp) nació un mal día. El 10 de octubre del 89 fue una fecha equivocada y maldita para querer acariciar la gloria olímpica.
La piedra en el zapato, su escollo más difícil, un pinareño (López), confirmó la paternidad en un combate que manejó de principio a fin.
Mijaín miró al turco como el papá a su hijo más pequeño, al porfiado, al cabezón que cree que tiene la razón, pero que al final miente.
Kayaalp pone cara de puchero, se lamenta de querer y no poder, de seguro llora de impotencia en un cuarto oscuro.
Sus intentos olímpicos han sido boicoteados por alguien que simplemente vino al mundo a ganarlo todo.
A Kayaalp le toca esperar que papá decida ceder (un día). Tendrá que esperar a que el almanaque haga su trabajo y saque de circulación al asesino, victimario y egoísta Mijaín López.
Ganarlo todo no es justo, los demás también tienen derecho (entiéndase la ironía).
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